... Después todo sucedió muy rápido y
casi en silencio. Al menos durante la primera semana cuando helicópteros iban y
venían de las residencias de los privilegiados en las Lomas y Tecamachalco,
llevando su cargamento a un aeropuerto sellado y rodeado por fuerzas federales
a los que los vecinos del lugar miraban con el rencor de siempre, pero ahora
sin ningún respeto.
El gobierno central cayó a principios
de noviembre de ese año, Palacio
Nacional fue invadido por una turba enardecida. La puerta enorme de madera
ardió durante horas. Sólo respetaron los murales de Rivera. Los pisos y
canteras se pintaron de negro y rojo, usaban pinturas de aerosol por todos
lados, cada rincón del viejo edificio con su cantera parda y añeja se tiñó de
un bicolor anarquista y caprichoso, los trazos apresurados delineaban formas
convulsas.
La turba sin control buscaba por
todos los rincones. Decenas de hombres y mujeres sacaban montones de cajas de
madera apolillada de las antiguas oficinas de la tesorería de la nación,
buscando encontrar oro o joyas. No había nada, sólo cajones vacíos y algunos
documentos que esparcieron por todo el patio central.
Muchas reliquias fueron saqueadas y
la guarnición permanente del ejército debió rendir las armas ante las barras y
petardos que caían por miles sobre sus cascos ya rasgados. Sacaron dos pañuelos
blancos que les ganaron la paz por esa tarde, sólo para ser fusilados con sus
mismas armas dos días después por el primer tribunal
del pueblo...
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